De cierto modo también se identificaba con ella: estaba tan lejos del mundo y a la vez tan cerca que a veces (más concretamente por el día) se perdía.
Y eran cientos de noches bajo la luna, en la ventana, con la mente hecha un lío entre tanto alboroto que deslumbraba dejando huella. Con tanto silencio numerosas veces le daba por tararear sinfonías de Bach o recitar poemas de Bécquer que le hicieran olvidarse incluso de que existía.
Pero acabó el verano. Él volvió. Ella cambió esas cientos de noches de luna por cientos de noches de almohadas húmedas por las lágrimas.
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